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TIEMPO RECOBRADO|PEDRO G. CUARTANGO
La muerte está censurada en las sociedades occidentales, que han desplazado el hecho más relevante de nuestra existencia a un lugar remoto y oculto, fuera de nuestra conciencia y nuestras ciudades.
La muerte está presente desde la primera página de La montaña mágica, la magistral novela de Thomas Mann, cuando Hans Castorp desciende del tren en Davos y sube en calesa junto a su primo al sanatorio.
En ese corto viaje, Castorp siente ya los síntomas de la enfermedad, mientras su anfitrión le explica que está accediendo a un dominio en el que lo innombrable acecha a quien cruza la verja del hospital, en las laderas alpinas.
Castorp, que ha acudido a visitar a su pariente durante varias semanas, es ubicado en una habitación que huele a desinfectante, ocupada por un enfermo que acaba de fallecer.
Su primo le cuenta cómo las autoridades del hospital sacan los cadávers por la noche y le describe cómo fue testigo de la agonía de una niña, que se convulsionaba en la cama mientras el sacerdote le daba la extremaunción.
En ese reino de la muerte, el liberal Settembrini y el oscurantista Naphta contraponen sus dos maneras de ver el mundo, mientras Castorp se enamora locamente de Madame Chauchat, a la que formula una apasionada declaración de amor.
La montaña donde está situado el hospital se convierte en el escenario de la pugna entre las fuerzas de la vida y de la muerte, cuyo desenlace el lector ya intuye desde el primer momento.
Mann, que había acompañado a su mujer Katia a ese sanatorio de Davos en 1912, tardó 12 años en escribir la novela, en la que nos envuelve con maestría en ese ambiente de decadencia y fatalismo.
Tanto los médicos como los enfermos fingen que el objetivo es la curación, pero en realidad saben que las leyes de Thanatos son inexorables. La muerte es una palabra que no se pronuncia y una representación que se reprime en la banalidad de la vida cotidiana del Berghof.
La montaña mágica es una gran metáfora no ya sólo del autoengaño individual sino, sobre todo, de la frivolidad de una sociedad que baila y flirtea mientras la catástrofe del totalitarismo planea ya sobre Europa.
Las fuerzas que iban a desencadenar una guerra que provocaría 50 millones de víctimas están esbozadas en ese sanatorio de Davos, donde los enfermos caminan como autómatas bajo la pulsión de autodestrucción hacia su destino trágico.
Mann escribió que cualquier lector tendría que reflexionar durante años para comprender su obra. Me parece incluso optimista porque la muerte es siempre un enigma sin respuesta. El dulzón y mareante olor de las flores mustias que emana de la novela acaba por ahogarnos. Hay que abrir la ventana y respirar.
1955, Miranda de Ebro (Burgos)
Responsable de la sección de Opinión y editorialista de EL MUNDO